VELATORIO en el taller literario


 Miércoles de Taller literario. 
 Mientras escuchaba el relato de María, me quedé dormida. 

 Me introduje en un sueño en donde aparecían mis compañeros del taller literario, pero de otra manera: Rubén se me apareció como un médico. Chela como una maestra, de las que resisten esperando la orden de jubilación. Morena, una adolescente indiferente, obligada a asistir porque, según su madre, era un deber, y así estaría inaugurando en su vida la cadena pesada de los “debereseres”. Dora venía a ser la loca del barrio, la acumuladora de basura y de gatos. Antonia se me presentó como una señora ama de casa, aplicada a dejar todo pulido y esterilizado. Mónica y yo, las niñas del barrio. Clara y Clarita eran madre e hija, viuda y soltera, una para la otra, simbióticas y aburridas a más no poder. José, el dueño de la funeraria en donde estábamos todos reunidos, despidiendo a Norita, la vecina que había muerto de abandono a sí misma el día anterior, a través de un suicidio poco épico. 
 Para la ceremonia religiosa se había hecho presente Gabriela, guía espiritual y consejera terrenal de la difunta. Mientras Rubén repartía café servicialmente, Mónica y yo, nos subimos a un banquito y nos asomamos sobre la muerta. -Si le abrimos los párpados, tal vez podamos ver la muerte a través de sus ojos- dijo Mónica. –Dale- dije yo. Forcejeamos, pero los ojos estaban pegados y no pudimos mirar a la muerte. 
 José contaba pilas de dinero en el cuartito del fondo, un cuartito oscuro y frío como el nicho de un vivo. Nos vio de reojo y nos hizo una seña como quien espanta una mosca al viento, para que nos bajáramos. Nosotras queríamos conocer la muerte cara a cara, un velatorio era la oportunidad, la muerte seguramente aún estaría por allí. Pero no sabíamos cómo. Antonia nos llevó a un costado del salón y nos hizo preguntas que abarcaban las respuestas en sí mismas: Están tristes, no? Qué pena cuando alguien se muere, no? Ahora está en el cielo, no?, suponiendo que nosotras creíamos en que el alma de un muerto ascendería a algún lado. Con Moni, nos miramos. 
Gabriela, se acercó al ataúd y los presentes rodearon a la muerta con actitud de repliegue y reflexión. La especie de sacerdotisa pronunció algunas palabras sobre lo que aquella persona había sido en vida y ya no era. Clara y Clarita se largaron a llorar, y como su llanto era contagioso, las siguieron casi todos. Moni y yo mirábamos con atención, esperando.
 Antonia, la ama de casa,  se atajaba las lágrimas con un pañuelito impoluto blanco bordado y con puntillas, sin ensuciarlo, y estuvimos al pendiente que de ése pañuelo se soltara al vuelo alguna presencia tanática. Dora, la loca,  se abrazó al ataúd reconociendo en ése momento el vacío profundo del sentido del existir. En el ímpetu del abrazo casi cae con el ataúd al suelo, si no fuera porque José, el funebrero,  la atajó justo y la llevó hacia el cuartito del fondo, donde estuvo consolándola por tres cuartos de hora, controlados por Marcos, el poeta,  que hasta el momento no había hecho nada más que estar de pie en una esquina del salón, observando silenciosa y detalladamente el movimiento de cada allegado. Tal vez, como nosotras, estaba esperando algún tipo de revelación. Pensamos: “el que espera en una esquina, puede ver más allá de lo visible”, por eso supusimos que, tal vez, Marcos estuviese sosteniendo a la muerte sobre su hombro y fuese por ello que no se movía. Y tal vez, la muerte le habría dicho secretos al oído, sobre el destino, sobre el futuro, y por eso, no solo no se movía, sino que sostenía un gesto adusto en su cara. Entonces, nos paramos sobre una esquina, a esperar secretos. 
 Ya casi a la luz del alba, Rubén se desplomó en una poltrona llorando desconsoladamente sobre el ángulo de su codo, confesando su amor secreto y nunca declarado hacia Norita, la difunta y que ésta pérdida lo dejaba total y absolutamente devastado y solo¨. Chela se acercó a ofrecerle consuelo con las palabras cuidadas y medidas que suelen emitir las señoritas maestras, amaestradas para decir discursos y frases hechas disfrazadas de caramelo y cintas de raso, y envolviéndolo en una atmósfera de amabilidad y ternura se le prendió en un abrazo estrujando el pecho contra el suyo, momento que había esperado por más de 30 años, y que, lamentablemente, en este velatorio, por fin se dio. Antonia, sabiendo de qué se trataba ése abrazo le espetó al oído: - Dejalo Chelita, ya está´- . Chela se despegó y se le hizo un frío, cubo helado sobre su pecho. Antonia le dijo: - Vamos afuera. 
 En ese momento, supusimos que la muerte y el amor tenían algún tipo de plan conjunto, algún tipo jugada específica, una estrategia macabra, una manipulación certera de los vínculos, que las personas no tenían la capacidad de predecir. A Rubén, en su desconsuelo,  lo veíamos como una pieza en un tablero de ajedrez sin reina. 
 Dora finalmente salió del cuartito del fondo a donde la había llevado José,  más despeinada que de costumbre; se acercó a Rubén y le dijo: - Qué pena lo tuyo. Hay que animarse a vivir el momento y no dejar para después…- y se marchó.   Gabriela cerró la ceremonia religiosa, dando por salvada el alma de la difunta tras los gestos y palabras pertinentes para tal fin, sin ningún tipo de sentimiento hacia ninguno de los allí presentes. Pasó por el cuartito del fondo y luego de otros tres cuartos de hora, controlados por Marcos, saludó amablemente y se retiró. Pensamos, con Moni, que en el cuartito del fondo, tal vez, habría algún tipo de oportunidad para contactar con la parca, y fuimos. Era un lugar pequeño, oscuro, y tenía una puerta, que daba hacia un galpón lleno de cajas de madera, elementos de bronce, telas blancas. Quisimos entrar pero un golpe de aire frío nos detuvo. Moni dijo: -La muerte no me deja entrar. -Moni, es el cagazo- dije yo, y nos volvimos. El miedo nos iba quitando las ganas de saber. Me parece que nos habíamos acercado demasiado. 
 Antonia, la perfecta ama de casa, en su impulso de mantener todo pulcro y limpio, comenzó a barrer los restos de tristezas de la sala y una vez rejuntados los guardó en la cartera, porque a ella le gustaba estar triste y jugar el papel de víctima frente a su familia. Y así se fue a su casa llena de tristezas para contar.   José apareció y anunció que en breve el salón sería cerrado. ¿Dónde estaría ella? Nos quedaba poco tiempo para descubrirla. Podría ser que estuviera en el pañuelito impoluto, atajando lágrimas, cristalizando la tristeza de la soledad, o en las clases vacías de la señorita maestra repetidas hasta la momificación del deseo de aprender; o en la medicina de consultorio de tres minutos y receta; o viendo pasar la vida desde una esquina, poetizándola, sin caminarla; o atendiendo día tras día, en una funeraria, cuerpos deshabitados sin sentir dolor.  
 Quién sabe. Pero Moni y yo nos dimos cuenta, al final, de que no estaba ahí, que la muerte es eso que viene, o que está por venir; que hoy hubiese partido Norita era tan solo una circunstancia aleatoria. Tal vez después, mañana, en otro día, se dé el momento de dejar de ser quien somos, como somos, concluimos. Nos preguntamos: ¿a dónde nos iremos? ¿Cómo será? ¿Qué podremos ver allí?... 
 Entonces Mónica concluyó: - Eso es la muerte, algo que no se puede saber-. …


Me desperté con los aplausos. María había terminado de leer: - Fantástico 
relato!- le dije.


Yael Marker.




Comentarios

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

Rescate

LA DURMIENTE