SED

Sed (O La rebelión de los órganos)
Tengo sed. Es una sensación aguda, un ardor en la boca, un escozor. Tengo sed y no la atiendo.
Tengo sueño. La Sed intenta arrebatarme el sueño. Lucho por aferrarme a mi buen dormir. Lo logro por un instante.
La Sed es como un fantasma que se cuela en la noche. Comienza su recorrido por la boca, y en poco tiempo alcanza a extenderse por todo el cuerpo.
Se me seca la lengua, se  me adhiere al paladar. 
Entiendo que es una sed que me inquieta y me pide de saciarse. 
Se me va  extendiendo más allá de la boca, se expande arremetiendo sobre todos los líquidos vitales que va encontrando en su recorrido. 
Oigo sonidos, son las células que comienzan a chasquear. Escucho el crujido mitocondrial. Crepitan las redes tisulares, los entramados cartilaginosos y la poca humedad que recubre mi piel se evapora ante la más leve brisa que se desplaza por la habitación.
Son las 3:30, la hora en que los insomnes no duermen. A mí, la sensación dolorosa de la Sed me interrumpió el sueño. Me empezó en la boca, y me va secando el resto del cuerpo.
Lo sé. La Sensación de sed es intransferible, no negociable, que se cancela con una sola cuota de agua. Solo debo levantarme de la cama, caminar hasta la cocina y beber del pico de una botella a la luz de la heladera. No puedo. La pereza y la falta de voluntad me vencen. 
En la boca la sensación se me vuelve insoportable. Es como si lamiera un helado de cartón, o como si mis dientes estuviesen hechos de papel secante, o como si tuviese la boca amordazada con una tela áspera. 
De pronto me duermo. Un torbellino de sensaciones me embarga. Una lluvia cae sobre mí; con la cara hacia el cielo abro la boca y bebo, pero las gotas son de papel picado. Ya no sé si sueño, si imagino  o si estoy alucinando. Oigo con total veracidad el quiebre de ciertos órganos, el casqueo de las vísceras y  la chirriante desecación de los tejidos. Al borde de mi ojo, la última lágrima asoma convertida en en una pequeñísima piedra áspera y cuadrada. Mi córnea se ha solidificado y se ha hecho vidrio opaco. 
Siento la sangre que, de tan espesa, corre como una cinta al bies roja por todos los canales circulatorios de mi cuerpo. Mi superficie dérmica es como la tierra árida abandonada por las lluvias hace ya mucho tiempo, quebrada, amarillenta, casi sin vida.
Un calambre me devuelve a la vigilia. La noche sigue oscura. Son las 4 de la madrugada.
Lo sé. Solo debo ir hasta la cocina y beber agua. O tal vez hasta el baño, que está más cerca. Podría llegar gateando; no haría falta que me ponga de pie, y podría beber directamente del canilla de la bañadera, o del bidet. No puedo. No logro hacer que mi cuerpo responda. Desde el surco que ocupo en el colchón miro el techo. Mis brazos y mis piernas están rellenas de arena seca. No deseo dejar de estar así.
La Sed irrumpe nuevamente. Alucino: la habitación se expande y se contrae al ritmo de mi respiración. El ladrido lejano del caniche del vecino se monta sobre mi tímpano; me miro la piel y veo una luz verde de 1 cm. que la rodea, tal vez el aura. El techo que miro ahora es cielo celeste y sus nubes blancas van tomando una profundidad inusual, como un fotomontaje, una obra de arte celestial sobre mí. Los ruidos de las fracturas orgánicas se amplifican; todos los posibles intersticios húmedos se me secan, se adhieren las paredes de mis tubos sexuales, el líquido del oído ya no es más que una membrana plastificada y me han crecido en las fosas nasales espinas similares a las de los cardos, a los amores secos de los campos secos de San Luis.
Ahora soy un junco seco, un fardo sometido al viento, una hoja de invierno entre las páginas de un libro viejo. Me debato entre el festín de imágenes que me provee la Sed y la decisión violenta, consciente y definitiva de incorporarme y atenderla.
Son las 6. Los insomnes están por sumergirse en el profundo sueño compensatorio de la noche en vela.
Tengo sed. Una sed atroz. Y tengo sueño.
No pude satisfacer esta noche ninguna de estas necesidades.
Se abren mis ojos secos, mis ojos fríos y vítreos. Los órganos están organizando una rebelión contra mi pereza. Logran sentarme, luego incorporarme, bajo el impulso por sobrevivir, por fuera de mi pensamiento y de mi voluntad. Se me arrastran las piernas por el pasillo, las yemas de los dedos colaboran empujando las paredes. Un brazo abre la heladera, el otro lanza la mano hacia la botella, la toma del pico y la empina sobre mi cara. El cuello como una bisagra se dobla hacia atrás y deja caer la cabeza. Por instinto de supervivencia la garganta deja pasar los borbotones que le caben, y el resto del agua se derrama por la pera, por el pecho, por el vientre, por las piernas y forma un charco en el piso. Vuelvo a la cama con las ropas mojadas.
A la hora en que los insomnes duermen, también yo, finalmente, logro dormir.

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